Lorca
El Paso Azul crea un espectacular altar efímero con sus imágenes religiosas con motivo del JOHC
La iglesia de San Francisco acoge desde hoy un impresionante altar que evidencia la Fe y el amor hacia sus tallas: la santísima Virgen de los Dolores, el santísimo Cristo Yacente y el santísimo Cristo de la Coronación de Espinas.
Para estos días en los que Lorca se llenará de juventud cofrade y para respaldar el entusiasmo y el trabajo de los jóvenes azules a lo largo de todo el año, la Hermandad de Labradores, Paso Azul, ha preparado un altar efímero presidido por la santísima Virgen de los Dolores y engalanado con el altar de plata que preside la Iglesia de San Francisco.
La Dolorosa porta el manto de camarín negro bordado en oro, seda y pedrería con motivos vegetales alusivos al carácter labrador de la Hermandad y que dirigiera Joaquín Gimeno Mouliaá en los años 70. La saya que viste, conocida como el “vestido de oro” por su ejecución en canutillo, una de las preferidas de los azules, también es obra del citado director artístico.
En esta ocasión, luce la corona y la espada de dolor de la Coronación Canónica, obra del insigne orfebre sevillano, Manuel Marmolejo Camargo. Nuestra imagen titular, realizada por José Capuz en 1942, es la única imagen mariana de la Semana Santa de Lorca declarada Bien de Interés Cultural.
Está acompañada por el santísimo Cristo de la Buena Muerte, obra de José Planes (1945), premiado en la Exposición de Arte Sacro de Roma (1951) e igualmente declarado BIC, que permanecerá en el altar de la Vera Cruz y Sangre de Cristo arropado por el frontal con el anagrama del Santo Sepulcro que porta en su trono.
El Paso Azul ha apostado en esta ocasión por incorporar a este altar al santísimo Cristo de la Coronación de Espinas escogiendo un emplazamiento más cercano a los visitantes para que puedan admirarlo más de cerca. José Antonio Navarro Arteaga, considerado como uno de los mejores escultores del s. XXI, talló en 2001 este paso de misterio.
Pasión y muerte de Cristo escenificadas junto a su Madre, la madre de todos los azules, a los pies de la cruz, pero no llorosa, y aún menos descompuesta. Los ojos del color de la lágrima, y la lágrima, aunque trémula, resistiéndose a abandonar el siempre cálido asilo de los ojos. Una mano sobre la otra, y las dos juntas, ocupadas en descubrir de qué índole pudo ser la punzada que acababa de recibir en el pecho.
Madre e Hijo «vestidos de terciopelo que es como se viste el dolor e incluso la misma muerte», José María Castillo Navarro.