Historia y patrimonio
María Agustina, la hermosa profesora lorquina
Era alta, rubia, de ojos clamorosamente azules y dulces que invitaban a la paz sugestiva del espíritu.
Una treintena de años tendría. No sé cuantos. En aquella época, para mí, las chicas de veinte años ya me parecían mayores.
Su magia era la sonrisa. Todavía la recuerdo, reconduciendo a la bandada de gorriones inquietos
que éramos sus alumnos. Nos enjaretó, nos formó, nos inculcó entre un millón de cosas, que las sillas eran para sentarse y las mesas para escribir, que las tizas tenían la función de expresar conceptos en la pizarra, y no la de aporrear desde las ventanas a las chicas cuando paseaban por los jardines del instituto, que los abrigos se colgaban en las perchas, y que la estufa de hierro funcionaba con tacos de madera y no con las carcasas de los bolígrafos.
Sus clases eran distintas, sus métodos rayaban la ortoxia conservadora y anticuada de aquellos tiempos marcados por los vientos reaccionarios que soplaban por Europa.
Sus notas eran revolucionarias:
• R ( regular )
• B ( bien)
• MB ( muy bien)
• MB – ( muy bien menos)
• MB+ ( muy bien más )
Sus actividades extraordinarias por participativas: Consejo de Clase, Grupo de Teatro Libre, Comisión de Actividades Deportivas, Grupo de Literatura…
Debutamos como actores, chicos y chicas, en una obra ambientada en la Grecia de Pericles, cuando Atenas estaba siendo asediada por los persas.
Mi papel lo entendió María Agustina a la perfección: un chico rebelde e inquieto que quiso organizar un ejército de imberbes para derrotar ellos solos a los soldados del Rey Jerjes, y estimular así la moral de los hoplitas atenienses.
“Las Golondrinas”. Ese era el nombre de la pieza teatral en tres actos, como mandan los cánones.
Los trajes de la Hélade se extrapolaron de las túnicas de hebreos de los blancos que participábamos en la función, que nuestras abuelas y madres retocaron para darle el toque magistral y sugestivo del Peloponeso.
Fue la primera vez que conocí el néctar agridulce y embriagador de los aplausos. Desde ese momento he bebido de ese veneno del que nunca me he podido ni sabido separar. Es la savia que te rejuvenece y te da fuerzas para seguir adelante en este mundo tan duro de la literatura.
Tantas historias de amor y desamor aprendimos, de envidias y rencores, de mezquindades y oprobios, de generosidad y bondad, que aún resuenan por mi cabeza.
“Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas. Aquéllos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse. Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar ya. »
El mundo y su filosofía a nuestros pies. Nos abrió los ojos, nos empujó del nido y nos enseñó a volar, a mirar de frente, al fondo, y con la verdad y la honestidad de las buenas personas como bandera. Con amor. En libertad.
Siempre tenía un momento para sus gorrioncillos. Era un poco nuestra madre, y un poco amiga secreta. Enriqueció nuestras almas puras e infantiles, transmitiéndonos una fuerza especial que conservamos sus educandos como sello propio: la literatura es la ciencia que plasma las vicisitudes del ser.
Y le dije:
– Cuando sufro, o soy feliz, y el corazón me da brincos, cuando la sangre me hierve o me desasosiego, describo lo que me sucede en un papel.
Temí su regañina, que criticara mi imaginación exaltada, que pensara que solo quería llamar la atención, o que me ordenara estudiar y me dejara de divagaciones extraterrenales
Pero me sonrió como solo ella sabía hacer: sabía que algún día le rebelaría mi secreto, y como quien esperaba ese momento me contestó:
-Hazlo siempre. Se sincero. Que el corazón dirija las ideas a tu cerebro, y que tu mano no tiemble. Si así lo haces algún día serás un gran escritor, pero sufrirás por ello. Será el precio que habrás de pagar.
Bendito sea su nombre.
José Luis Alonso Viñegla .- GENTE DE LORCA. Periódico El Lorquino.