Trilogía del dólar (2ª parte) La muerte tenía un precio

El joven Clint Eastwood regresó en el 64 a San Francisco con 15.000 dólares más en el bolsillo (a lo que habría que restar lo que le costó la ropa que llevaría en las tres películas, incluido el mítico poncho).

Atrás quedaban los caóticos rodajes en España que el actor recordaría con humor mucho tiempo después: un tiempo de perros, comunicaciones bastante mediocres y que hacían el viaje desde Madrid un verdadero calvario; para colmo, nadie hablaba inglés en aquel perdido lugar de España, donde se arremolinaban italianos, alemanes y españoles. Ese lugar era el desierto de Tabernas.

Pero pronto, Clint Eastwood recibió una nueva llamada de Sergio Leone para decirle el tremendo éxito que había tenido Por un puñado de dólares y que volviera a Almería para hacer una nueva película; una película mucho más grande en todos los sentidos, La muerte tenía un precio. Esta vez el presupuesto era de 500.000 dólares, y de ellos, 50.000 eran para Eastwood.

Y pese a todo lo pasado, aceptó. Como he dicho, años después sería una buena anécdota. Clint desempolvó su ropa, su poncho, su sombrero y volvió al papel del misterioso personaje sin nombre (Aunque, repito, ninguna de las películas tiene nada que ver con las otras), que esta vez era conocido por el Manco, pero no venía solo. Al magnífico elenco internacional en el que el actor Antonio Molino Rojo regresaba en un pequeño papel (y repetiría en El bueno, el feo y el malo) y el italiano Gian María Volonté sería el Indio, el antagonista de la historia, se unía un nuevo actor.

No era otro que Lee Van Cleef, en el papel del Coronel Mortimer, compartiendo protagonismo con el Manco. Rodada de nuevo en la localidad madrileña de Hoyo de Manzanares, en el desierto de Tabernas y en la pedanía del Albaricoque (Nijar), La muerte tenía un precio nos cuenta como el Manco, un despiadado cazarrecompensas, y el Coronel Mortimer se asocian para dar caza a un peligroso criminal al que llaman el Indio y a toda su banda. Cada uno lo hace por sus motivos, el Manco por el dinero y el Coronel por un doloroso asunto personal. Bajo el disfraz de un argumento tan sencillo, se encuentra una maravillosa ejecución en todos los aspectos, tanto técnicos como dramáticos.

El duelo final es sin duda uno de los más recordados de la historia del western, sólo superado por el de su sucesora (El bueno, el feo y el malo). Una tensión nunca vista antes, todo acompañado de la imprescindible banda sonora de Ennio Morricone, que conseguía salirse y superar su propia genialidad en este film. Banda sonora tan famosa que es sinónimo de Salvaje Oeste (Seguro que todos la hemos silbado alguna vez).

Los enfoques y primeros planos, las miradas de hielo, el drama y la ruda violencia de sus personajes, se agudizan mucho más en esta película, convirtiéndose en una obra perfecta y que no debería ser jamás subestimada por pertenecer a un género que fue muy maltratado y explotado. Sobra decir que ésta se convirtió en otra obra maestra, superior a su predecesora, que marcaría un camino a seguir y asentó con mayor firmeza las bases de la escuela Leone.

El tándem Eastwood y Van Cleef se haría mítico. El propio Clint Eastwood tomó buena nota, alabando la obra del italiano y admitiendo su influencia en los posteriores films que dirigiría el americano; pues a pesar de que el papel de Harry Callahan (el Sucio) sería el que terminaría de lanzarle al estrellato, su faceta de hombre rudo, seco y de gatillo fácil surgió en las tierras de Almería. Y sin duda se nota la influencia de Sergio Leone en algunos westerns dirigidos por Eastwood como Infierno de cobardes, El jinete pálido o la oscarizada Sin perdón.

Tres películas excelentes (sobre todo las dos últimas) que son una muestra de la marca que dejó nuestra tierra en el famoso actor. Pero 1965 no sería el último año que Clint regresara, no. Aún quedaba el culmen de la grandeza. La más grande película del oeste que nunca se hubiera hecho.

Redacción: Fernando Cabrera. Periódico EL LORQUINO. 

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